Un día, el Obispo
de una pequeña ciudad de Normandía acudió a un monasterio para pedir a
la Abadesa, de gran sabiduría, que destinara a una de sus cien hermanas a
predicar en la comarca. La Abadesa después de pedir consejo decidió
preparar a la hermana Clara, una joven novicia llena de inteligencia,
virtud, con una gran capacidad espiritual para acoger el Amor
incondicional de Dios y compartirlo con los demás. La Abadesa la envió a
estudiar largos años en la biblioteca del monasterio nutriéndose de la
múltiple sabiduría que encerraba. Cuando acabó sus estudios, conocía a
los clásicos y dominaba las grandes tradiciones filosóficas y
teológicas. Fue a donde la Abadesa y le preguntó: Madre, ¿puedo ir ya?
La anciana y sabia Abadesa, la miró percibiendo su interior: en la mente
de hermana Clara había demasiadas respuestas,…contestó la Abadesa:
todavía no, hija, todavía no. Entonces la envió a la huerta del
monasterio donde trabajó de sol a sol, soportando las heladas del
invierno y los ardores del estío, arrancó piedras y zarzas, aprendió a
esperar el crecimiento de las semillas y a reconocer, por la subida de
la savia, cuándo era oportuno podar los castaños. Dejándose cautivar por
la belleza y sabiduría de la hermana naturaleza, a hermana Clara se le
abrieron otras percepciones de la existencia. Pero aún no era
suficiente. La Abadesa la envió a ser tornera del monasterio, donde día a
día, escuchó oculta tras el torno, los problemas de los campesinos. La
Abadesa la llamó, hermana Clara tenía fuego en las entrañas, y podía
leer en su mirada una gran cantidad de preguntas. Y le dijo: Hija, no es
tiempo aún. La envió entones a recorrer los caminos con una familia de
saltimbanquis. Vivía en el carromato, les ayudaba a montar su tablado e
las plazas de los pueblos, comía moras y fresas silvestres, a
veces dormía al raso, contemplando la belleza e infinitud del universo.
Cuando regresó al monasterio, llevaba consigo canciones en sus labios y
se reía como los niños. Preguntó a la sabia Abadesa: ¿puedo ir ya a
predicar, Madre? Le respondió amablemente la venerable Abadesa: Hijita,
aún no. La envió a una silenciosa ermita que había en lo alto de una
montaña que pertenecía al monasterio, donde vivió en Silencio todo un
año, dejándose inundar por el Amor incondicional de Dios, que le
descubrió secretos insospechados acerca del misterio de la vida, la
multidimensionalidad de la persona humana, las cualidades divinas que Él
comparte con nosotros al crearnos a su Imagen y semejanza, le mostró el
drama del ego y a su vez la belleza de la vida espiritual. Se había
declarado una epidemia de peste en todo el país, y hermana Clara fue
enviada a cuidar a los apestados. Veló durante noches enteras a los
enfermos, se sumergió en el misterio de la vida y de la muerte. Cuando
remitió la peste, ella misma cayó enferma de agotamiento y fue cuidada
primeramente por una familia de la aldea, y luego por las hermanas del
monasterio. Aprendió a ser débil y a sentirse pequeña, se dejó querer y
alcanzó la Paz. Cuando se restableció completamente, la Abadesa la
contempló profundamente, y la vio más humana y divina a la vez, tenía la
mirada serena y transparente en la que se podía otear la belleza del
universo y el Amor incondicional de Dios. Tenía el corazón lleno de
nombres… Entonces la venerable Abadesa le dijo: Ahora sí, hermana Clara,
ya es el momento de ir a predicar. La acompañó hasta el gran portón del monasterio y allí la bendijo imponiéndole las manos. RELATO ANÓNIMO.